Poco a poco, la exposición fue cobrando forma. El museo restaurado y la proyección cultural de la ciudad de Arlés (sobre todo gracias al Rencontre d’Arles, que luego se transformaría en festival) incitaron a Jean-Maurice Rouquette y a Lucien Clergue a convertir ese momento en un acontecimiento excepcional. Deseaban con todas sus fuerzas que el artista se asociara a ese proyecto, que lo abrazara, que lo hiciera suyo. El fotógrafo, que gozaba de su confianza, y el conservador, que admiraba sinceramente al maestro, querían rendirle homenaje en las salas del museo.
Dos meses más tarde, el 24 mayo, Picasso lo llamó de nuevo y le dijo: «tienes que venir, tengo una sorpresa para ti». Quedaron para el día siguiente, y esa vez Rouquette fue solo. «He preparado algunas cosas, he tenido varias ideas, mira si hay cosas que te gusten para tu exposición.» El estudio estaba repleto de papeles, recortados, ordenados o desordenados, que había guardado «porque podrían servirme para trabajar». Los había por todas partes. Jean-Maurice Rouquette recuerda: «la casa estaba alfombrada de paquetes de correos. Todas las mañanas Picasso recibía sacas enteras». El entusiasmo por el papel, por lo impreso, era una constante del artista, que seguía clasificando las pilas y pilas de correo que le llegaban todos los días.
Picasso se ausentó unos instantes y volvió cargado de dibujos. Rouquette cuenta, todavía conmovido con ese recuerdo: «Ante mis ojos deslumbrados desfiló una serie inimaginable de verdaderas obritas maestras recientes. Era algo inaudito, por el número y por la belleza del trazo.» Picasso instauraba sutilmente el arte del desequilibrio en cada composición, hacía dialogar al blanco con el negro, a lo lleno con lo vacío, a los trazos con el color. Era la continuación de la colección de 194 dibujos presentada en la galería Leiris de París. Cuando salió de su asombro, sabía que tenía que elegir, lo que no resultó nada fácil. Los miraron juntos y escogieron 57, pintados entre el 31 de diciembre de 1970 y el 4 de febrero de 1971. Jacqueline sugirió al pintor que donara esa selección al museo. A Picasso, aunque era muy generoso, siempre le daba pena separarse de sus obras. Para explicarlo, Daniel-Henry Kahnweiler, su ilustre marchante, sugiere que el artista las trataba como si fueran un diario íntimo, como una especie de autobiografía que no quisiera revelar sino mantenerla en privado. La espera fue larga, el artista dudaba… Pero al final de la noche, Picasso le dijo: «Si te gustan, puedes llevártelos, pero míralos bien otra vez y dime si te gustan de verdad». Rouquette examinó meticulosamente cada dibujo y luego agradeció calurosamente al artista esa donación excepcional para el museo, totalmente inesperada. El artista sintió la emoción del conservador y decidió tomarle un poco el pelo. Y le respondió, medio en broma, «que podía llevárselos, pero que antes tenía que firmar un recibo». El artista le tendió un papel y le pidió «un recibo, pero con la condición de que rellenara toda la superficie del papel». Rouquette lo hizo pacientemente y luego le tendió la hoja al artista, que la dobló en cuatro y, riéndose, la tiró a la pecera…
A medianoche, Rouquette se despidió de Picasso «que tenía la mirada ávida y penetrante y que se disponía, como de costumbre, a trabajar toda la noche». Nada más subirse al coche, cayó en la cuenta de lo valioso que era lo que transportaba. Picasso lo despidió y, todo contento, le dijo «¿Ves? ¡Esto es lo que yo llamo tener un buen día!». Nunca más volvieron a verse.