Ya en 1900, Picasso había descubierto a Delacroix durante sus primeras visitas al Louvre y desde entonces su obra se convirtió para él en un referente. ¿Qué es lo que le atrajo: la suave mirada de los personajes del cuadro, la delicadeza de sus posturas, la elegante tonalidad de las vestimentas femeninas o tal vez la conmovedora y poética armonía que desprende la atmósfera creada por Delacroix? Por otra parte, Picasso se sentía próximo al temperamento del maestro que mezclaba los lenguajes artísticos con extraordinaria libertad. Volvió a contemplar sus cuadros en numerosas ocasiones. En 1947, cuando Georges Salles, el carismático director de Musées de France, le propuso mostrar algunas de sus obras en el museo, fue junto a Delacroix donde eligió colgarlas en primer lugar. Picasso soñaba con ver sus obras en el Louvre confrontadas con las de los grandes maestros del museo. La instalación poco convencional tuvo lugar el día de cierre del museo, cumpliéndose así el sueño del artista. Fue durante la reunión del consejo artístico de los museos nacionales cuando Georges Salles propuso a Picasso exponer sus obras en el Louvre junto a las de Delacroix, un martes, día de cierre. «¡Será usted el primer pintor vivo que vea sus telas en el Louvre!»[1] Picasso acabó confrontándose con Delacroix, aunque esta «justa pictórica» se haría esperar hasta 1954.
Incomprendido entonces, su obra y sus creaciones no fueron percibidas como un diálogo o punto de encuentro, sino fundamentalmente como mera paráfrasis, cuando, en realidad, al parecer Picasso estaba adoptando un planteamiento totalmente distinto. Para Pierre Daix, «estaba poniendo a prueba sus últimas recomposiciones de figuras y espacio parangonándolas con obras maestras para él referenciales»[2]. Al orquestarlas de otra manera, Picasso hacía una personal traducción del punto de vista estético derivado del «espíritu de la época» que le sugería la observación de los cuadros. Se irritaba cuando los espectadores solo captaban un mensaje realista sin tener en cuenta la sensualidad. Pero en sus propias creaciones también tenía presente el estado de ánimo del momento, sin pretender, no obstante, convertir su gesto o su pensamiento en «manifiesto», fiel a su máxima de que el espectador ve en el cuadro lo que quiere ver. Los grandes formatos de las variaciones resultan impresionantes; la combinación de colores, espléndida y generosa; y el conjunto, coherente y luminoso.